domingo, 4 de febrero de 2018

Marcos 1, 29-39


Seguimos leyendo el primer capítulo de Marcos, donde el evangelista nos presenta los comienzos de la vida misionera de Jesús y los rasgos esenciales de lo que será la enseñanza del Maestro de Nazaret.
El domingo pasado se nos presentaba sobretodo la autoridad del Maestro, fruto de su experiencia directa de Dios.
Hoy Marcos subraya el don de curación de Jesús y su silencio.
Los evangelios son unánimes en reconocer que Jesús era un taumaturgo: un sanador milagroso.
En realidad muchos “milagros” relatados en los evangelios no podemos considerarlos “históricos” y responden a otros intereses de los evangelistas, a sus visiones e interpretaciones del Maestro y al mensaje que quieren transmitir.
Muchos de los sabios y maestros del pasado – más allá de pruebas históricas fehacientes o menos – fueron presentados con actitudes sanadoras y curativas: parece que ser un sanador era esencial como confirmación de su mensaje y propuesta de vida.
Lo mismo ocurre con Jesús, obviamente.
Intentemos profundizar.

¿Cuál es el mensaje central que nos deja Jesús sanador?

En realidad lo que aparece en la mayoría de los milagros de curación es algo novedoso y extraordinario: en sentido estricto no es Jesús que sana. Jesús simple y maravillosamente, hace de puente para que la persona enferma conecte consigo mismo y, prácticamente, se auto-cure.
Tu fe te ha salvado”, repite a menudo. La fe en su sentido más genuino y evangélico: confianza. “La confianza en ti mismo te ha curado”, dice Jesús.
Jesús, como todos los verdaderos maestros, tiende a desaparecer.
Muestra, ilumina, conecta. Y se va.
Al final de su vida lo dirá explícitamente: “es mejor para ustedes que yo me vaya” (Jn 16, 7).
Es sumamente interesante que toda la pedagogía actual subraya – paradójicamente volviendo a Sócrates (¡470-399 a.c.!) – esta dimensión esencial del educador: generar individuos independientes, autónomos, libres. Y soltarlos.

En el cristianismo vivimos todavía una especie de infantilismo espiritual: agarrados a la pollera del Maestro, el miedo a la libertad nos esclaviza.
Agarrados a la “letra” del evangelio nos perdemos la libertad y novedad del Espíritu. Como dice de manera tajante San Pablo: “la letra mata, pero el Espíritu da vida” (2 Cor 3, 6). La observancia literal del evangelio produce individuos esclavos y fanaticos. Captar el Espíritu más allá de la “letra” es fuente de verdadera libertad y creatividad.

El Maestro nos soltó hace tiempo y nos acompaña el Espíritu. Jesús se fue, para que todo fuera Presencia. Jesús se fue para que viviéramos la libertad infinita del Espíritu: ese mismo y único Espíritu que crea, sostiene y fecunda cada vida y cada existencia.
Este Espíritu – Amor y Vida – que es nuestra verdadera identidad. Jesús nos abrió la puerta hacia esta dimensión del Ser. Nos regaló un puente eterno… basta recorrerlo, confiar, animarse a cruzarlo. Es un puente tendido sobre el abismo de nuestros miedos y heridas. Por eso nos da tanto miedo cruzarlo.
Atravesar ese puente y conectar con nuestro ser es el camino hacia la libertad, hacia la sanación.
No hay verdadera sanación que esta. Las demás – físicas y psicológicas – son temporales y pasajeras. Importantes por cierto en este camino terreno, porque nos dan herramientas para cruzar el puente serenamente.
Pero la única sanación total y necesaria es la espiritual: la que nos conecta con nuestro Ser inmortal.
Todas las curaciones que leemos en los evangelios – que sean históricas o sean signos poco importa – apuntan a esa sanación.
Sanación que equivale a la libertad, la plenitud, la totalidad, la dicha plena.
La verdadera medicina es el Ser. En las otras dimensiones – física y psicológica –seguiremos en la alternancia de alegría y dolor, pero si cruzaremos el puente, las viviremos desde la profunda paz y dicha que somos.
Como vio y atestiguó el sabio hindú Nisargadatta: “Es estado no perturbado del Ser es Dicha; el estado perturbado es lo que aparece como el mundo. En la no dualidad hay Dicha; en la dualidad experiencia. Lo que viene y va es experiencia con su dualidad de sufrimiento y placer. La Dicha no tiene que conocerse. Uno es siempre Dicha, pero nunca dichoso. La Dicha no es un atributo.

Jesús conoce el camino más directo para cruzar el puente: el silencio. Sabe que el silencio es pura Paz, pura Presencia, pura Dicha. El silencio es la no dualidad de la cual hablaba Nisargadatta.
Y Jesús hace, del silencio, experiencia.
Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando” (Mc 1, 35).
Lo que Marcos nos sugiere de pasada es un tipico resumen: Jesús sin duda dedicaba todos los días tiempo al silencio y de silencio.

En sus noches de soledad y de silencio Jesús tomaba conciencia de su más profunda identidad: Uno con el Padre. Por eso pudo decir: “El Padre y yo somos uno” y por eso nos pudo conducir adentro de su misma experiencia. “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti” (Jn 17, 21).
Nos regaló la entrada a su conciencia.
El camino de silencio es, esencialmente, camino de conciencia.
Y camino de conciencia es camino de lucidez y comprensión.
Comprensión que nos instalará en el Ser que somos, desde el cual brotará vida y vida en abundancia (Jn 10,10).





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